<i>Detrás de la estadística que se abulta más cada día, la embestida de venezolanos que son legión en las calles de San José en busca de no morirse de hambre representan una tragedia humanitaria jamás antes vista en el país. </i>
Yuri Lorena Jiménez
16/10/22 | 10:25am
Escuchar la historia de uno es, en menor o mayor medida, escuchar la historia de todos. Cada testimonio estremece el alma y reta la empatía.
Durante agosto y setiembre, y especialmente en las últimas semana de setiembre y octubre, los costarricenses de diferentes partes del país han sido testigos de una suerte de maratón que por su futuro que libran miles de migrantes, en suelo nacional.
Cifras de la Dirección General de Migración y Extranjería hablan de 1.000 a 1.2000 personas que cruzan Costa Rica cada día en un trayecto largo pero que se siente interminable por los obstáculos que deben sortear cada día. Niños acompañan a sus padres mientras mujeres junto a sus hermanos o primos; todos, seres humanos que encuentran en la mente su músculo más fuerte.
La mayoría de ellos camina desde Venezuela, un país donde la riqueza brilló en los años 1979 y 1980 pero se convirtió en hambre, represión e inseguridad, pero -sobre todo- en un deseo colectivo que solo algunos se atreven a buscar. Para ello, lo arriesgan todo, empezando por la vida.
No buscan quedarse aquí, su futuro empieza donde esperan terminar esta maratón por la vida: en Estados Unidos.
En semáforos, esquinas o aceras de San José, muchos llevan un rótulo de cartón a pecho y espalda con el encabezado “Soy venezolano” y la solicitud de ayuda. La capital es la segunda parada de una escala en Costa Rica, que empieza en la frontera con Panamá y termina en límite con Nicaragua. De allí la travesía continúa continente arriba.
La mayoría recorre el país en autobús y es en San José donde se detiene en busca de dinero y alimento. Basta entrar al casco central de la capital, en la Avenida Central, para cerciorarse de la magnitud de lo que están viviendo esta avalancha de seres humanos tirados en las aceras o en media calle, sorteando los vehículos, en busca de la ayuda más mínima que puedan recibir.
Cuando no se tiene nada, una moneda de ¢100 y hasta de menor denominación es agradecida con la mirada y con un “¡Bendiciones!” o un “Gracias hermano!”.
Y es que la reacción solidaria de cientos de costarricenses de distintas clases sociales es conmovedora: sin mediar palabra, se acercaban a dejarles comida rápida, pollo, bolsas de frutas, paquetes de galletas…
César José López Barrero y su hijita, Johángel.
El pollo nuestro de todos los días
No habíamos caminado ni una cuadra en Paseo Colón cuando nos encontramos, sentados en unas gradas en la acera frente al Hospital de Niños a un muchacho joven con hermosa niña afrodescendiente, cuyo pelo rizado y hermosas facciones la convertían en el centro de atracción de los transeúntes.
Él no tenía rótulo ni frasco o tarro para propinas.
–Disculpe, muchacho ¿son venezolanos ustedes?
Como nos ocurriría en todas las entrevistas que se sucedieron, César José López Barrero, de 25 años, asintió con toda confianza a la pregunta y a la conversación.
En pocos minutos supimos que tenía dos días en el país, que la hermosa niña era su hija, Yoangel, y viajó con ella en su rol de papá y mamá. Asegura que su exmujer le cedió la custodia de la menor de edad y, tras asegurarse de que su trabajo como panadero no le daba ni el sustento mínimo para él y su hija, tomó la dura decisión de cruzar la selva del Darién, a sabiendas del riesgo que asumía él junto a su adorada pequeña, y no lo pensó más.
Recogió la liquidación, un salveque y junto a su hija se internó en la selva, a sabiendas de todos los riesgos: aquellos naturales –crecidas del río en el que se han ahogado familias enteras– y los humanos, como las tropelías de las que han sido víctimas otros, a veces con resultados mortales.
–¿Cómo me podés describir el nivel de desesperación para salir con tu hijita no solo a un futuro incierto, sino a un tránsito del cual perfectamente podrían haber quedado sin vida?
– La situación no es con la cosa del techo, no se paga arriendo ni nada, pero la delincuencia es más que todo de lo queestamos invadidos: para el venezolano todo es una extorsión por parte de la policía o de los malandros, por una cédula vencida ya te quieren sacar $10 o $15, yo por parte de eso también me vine.
– ¿Pero y cruzar el Darién con la chiquita?
– Y sí, no hay otra forma, llegó el momento en que no tuvimos qué comer durante dos días, en medio de aquel montón de gente, ella (la hija) es tan buena a su edad, tiene cuatro años y comprendía que yo hacía lo imposible porque no tuviera hambre y al final tuve que sostenerla a puros confites, pero nunca, nunca lloró, está pequeñita pero aún así lo entiende…–
(Yo miro a Yoangel, una niña dulce pero diestra en los bemoles de la vida, centrada, te mira a los ojos, vestida como una chiquita que salta a la vista por su hermosura con aquella cabellera indómita, y le pregunto al papá:)
– ¿Pero usted sí sabía que podían morir en el Darién, o lo que pueda pasar de ahora en adelante, mientras cruzaban? O sea, ¿tan desesperada se ha vuelto la salida de Venezuela?
– Lo que yo vi, no se lo deseo a nadie. Yo tenía que traerme a mi niña, aún así nos fuimos mejor, relativamente hablando, porque hubo más de 36 horas en las que me decía que tenía hambre, yo resolviendo cómo salíamos de ahí, yo con comestibles que se me iban a acabar, al menos lo de la chiquita pero nada, ¿cómo le explica uno a la hija que no tiene con qué darle de comer?
Pero ahí como la ven, ella es super dulce, nunca hizo un berrinche, al final hubo dos días que no tenía absolutamente nada que darle de comer, yo conseguí unos dulces por ahí y así pasamos la línea hasta llegar a Costa Rica”, dice César, sin un ápice de dramatismo, pero atento a su hijita, quien juega un par de muñecas sencillas sin dejar de estar atenta a la conversación.
Yoangel sobrevivió al Darién. A los suampos, a los insectos, a los homicidios, a familias divididas en las que unos murieron y otros sobrevivieron.
Su papá tiene una meta fija, independientemente de lo que tenga que atravesar: “Yo voy por el sueño americano, no tanto por ella, pero sí mucho por ella, yo no podía dejarla solita en Venezuela, acá estamos juntos, estoy pagando nueve mil colones en un hotel de paso, para que ella duerma tranquilita y digamos, a medio día vamos a la habitación para que ella haga su siesta, siempre almorzamos con porción de pollo, porque a ella le encanta y es lo que nos comemos todos los días… nosotros no queremos dar lástima, por eso yo me visto como ropa sencilla pero no queremos proyectar pobreza porque lo que nos ha pasado es una tragedia humanitaria, vimos de todo en el Darién…
Hubo días en los que literalmente no teníamos qué comer, pero ella es tan buena que aunque estaba aguantando hambre, a puro caramelito que tenía yo, nunca me hizo un berrinche ni nada, es una chiquita muy buena y mi fe es que ella pueda hacerse con una vida en Estados Unidos”, reflexiona César.
Ahora se preparan para un periplo igual o peor: cruzar por el resto de Centroamérica hasta llegar a México, donde puede pasa pasar.
–¿Tan mal está la situación en Venezuela, que usted se viene arriesgando su vida y la de su hijita?
– “Tan mal está, sí. Yo quiero para ella el sueño americano, un lugar de oportunidades que en Venezuela cada vez existen menos, yo sé que me la traje con gran riesgo, a mi niña, pero tengo la fe de que vamos a salir adelante.
"Lo que vivimos en el Darién no se lo deseo ni a mi peor enemigo, Fue demasiado horrible. Mujeres abandonando al marido, maridos abandonando a las mujeres, madres abandonando a sus hijos, niños perdidos… muertos. Se ve de todo."
Le comento a César si está consciente de los riesgos del viaje, en especial viajando con una niña de 4 años y contesta: “Exactamente eso es lo que me motiva. Yo no importo tanto, pero quiero llegar a verla convertida en una profesional, que estudie, que tenga sus comodidades mínimas, que nunca más vuelva a pasar hambres. Ese es el sueño americano pero también es mi sueño de todos los días”.
Jonathan Joen Falfán Romero
Uno se despide, pero no se despide, en un caso como este… porque pase lo que pase, en mi mente siempre que recuerde a la preciosa Yoángel, tendré la incógnita de qué ocurrió con ella.
“Yo no sigo, me quedo en Costa Rica”
La historia de uno es la historia de todos, cuando hablan de la decisión de fuerza mayor que tuvieron que tomar al abandonar su país, su cultura y, más importante aún, a sus seres queridos.
El lunes 3 de octubre, al caer la tarde, divisé a un muchacho joven parado en media calle, frente al Centro Colón, con el rótulo que ya se ha hecho familiar en el país: “Amigos (as) SOMOS VENEZOLANOS, ayúdanos para seguir avanzando, Dios te bendiga”.
Tal como ocurriría con todos los entrevistados para este reportaje, no hubo uno solo que manifestara reticencia, accedían al llamado y a la conversación de inmediato.
Acorde con la costumbre que tienen los venezolanos al recitar su nombre completo y sus dos apellidos, Jonathan Joen Falfán Romero, de 31 años, llevaba 48 horas en el país y era su segundo día tratando de recoger ayuda, en principio, para comer, pues aunque traía algo de dinero asegura que se lo robaron los paramilitares colombianos. A partir de ahí ha hecho el tránsito hasta aquí a pura dádiva de algunos de sus compatriotas y ahora en el país, también ha logrado hacerse de algunas ayudas para sobrevivir.
Por las noches duerme en un albergue y aún no termina de procesar todo lo que vivió en su tránsito hacia aquí.
“La situación en Venezuela está cada día más mal, Nicolás Maduro nos acribilla, nos manda a la cárcel y toda esa vaina, no hay trabajo y lo poco que hay es una limosna lo que pagan y ni con dos trabajos alcanza, uno si acaso duerme cuatro horas y cuando el empleador no quiere o no puede pagar, pues tan fácil, te recorta el salario, yo tomé la decisión de venirme en cuestión de una semana, no me imaginaba todo lo que iba a ver y a pasar” (se le quiebra la voz).
Pronto se recompone y agrega que, si bien salió de su país dispuesto a llegar a Estados Unidos, recién cambió de idea y tratará de quedarse en Costa Rica legalmente. “Aquí me han acogido muy bien, ya no quiero irme para Estados Unidos, me han contado muchos amigos que la cosa está muy difícil para allá”.
A Jonathan apenas le ha dado tiempo de procesar lo vivido en el Darién. “Eso es terrible, vi hombres, señoras, niños quedarse de camino, sin comida, sin cómo seguir ni devolverse, vi varia gente ahogada, a muchas familias enteras se las llevó el río” cuenta con los ojos aguados.
También dice haberse resignado a que jamás volverá a ver a sus papás. “Ellos están mayores ya, tienen setenta y pico, sobreviven de un negocito que no paga impuestos, no les he podido avisar que logré cruzar y que estoy aquí, no tengo acceso a un teléfono pero apenas pueda les voy a avisar, imagínese la angustia que pueden estar viviendo”, reflexiona.
Nos despedimos, lo dejo en media calle, donde lo encontré. Empiezo a caminar y veo tirada en la acera, recostada a la pared, una bolsa de supermercado con una coca cola y unos cuantos tosteles.
Le hago señas, que si eso es de él y me dice, con la primer sonrisa que esbozó durante toda la conversación: “¡Sí, es mi cena!”.
Luz Marina Moreno y el pequeño Breyner, su nieto.
La abuela, la hija, el nietito
Bien podría redefinirse el adjetivo de “mujerones” cuando nos encontramos a doña Luz Marina Moreno, su hija Isamar Osuna y el pequeño Breyner, nieto e hijo, respectivamente, de estas caraqueñas que integran parte de esta caravana de venezolanos hacia Estados Unidos.
Como los demás, pasaron por el Darién, vieron la miseria y la muerte, pero no desesperaron y hoy, sentadas y recostadas a la pared de un comercio, con el respectivo rótulo de “Somos venezolanas”, esperan recoger algo de dinero para continuar su incierto periplo hacia Estados Unidos.
Doña Luz, quien tiene a su mamá muy enferma y es abuela de varios nietos más, había intentado hacerse de una vida que le pudiera permitir, aunque fuera a cuentagotas, ayudarle a su familia en Venezuela y estuvo trabajando arduas jornadas en Ecuador, pero el esfuerzo no dio los frutos suficientes y, entonces, junto a su hija y nieto tomaron el riesgo y cruzaron el Darién.
Su historia es similar a la de los demás, en medio de todas las incomodidades y riesgos, sufrieron gran impotencia cuando se quedaron sin alimentos y el niño, de tres años, lloraba de hambre durante horas, lo cual retrasó su salida pero, al final lo lograron.
Y es que, como relatan los demás, aparte del riesgo de convertirse en víctimas de delincuentes que a menudo asaltan a los caminantes, uno de los mayores terrores es que los ríos se crezcan y las cabezas de agua se lleven a las personas. Como dijo uno de los entrevistados, “dormir ahí es una forma de morir, si no te mata una culebra, te mata una araña, a orilla del río es suicida, pero monte adentro te puede matar un jaguar, una pantera y todo tipo de animal, porque es una selva donde hay mil formas de morir”.
Las mujeres asienten y reiteran que, con todo y todo, prefieren mil veces enfrentarse a los riesgos que quedarse en Venezuela.
Pero, en medio de todo, tienen una actitud alegre y el hermoso niño contribuye a mantener viva la esperanza.
“Estamos agradecidas con Dios, este país es una maravilla, nos tratan con respeto, dignidad, nos han ayudado mucho, a veces nos han invitado a almorzar o a algún restaurante, no tenemos con qué pagarles, aquí nadie nos humilla, si no fuera por lo que ya expliqué, de por qué vamos para Estados Unidos, yo sería feliz de quedarme viviendo aquí”, razona la señora.
Y culmina con una frase que espeluzna: “todos los países vamos por trocha, sin documentos, nada más tenemos la cédula venezolana, calculamos llegar como en mes y medio, según nos han dicho, no tenemos ni idea de dónde vamos a llegar cuando logremos entrar a Estados Unidos, ya veremos”, musita la señora, casi como diciendo (nunca mejor dicho): “una trocha a la vez”.
Miguel A. Peraza
Aventurero desde los 14
Miguel Ángel Peraza Suárez tiene 22 años, dos días de haber llegado a Costa Rica y viene desde Colombia, donde se radicó a los 14 años, huyendo de la situación en Venezuela que ya estaba por pasar de castaño a oscuro.
Simpático, como casi todos sus coterráneos, cuenta que pudo venirse en lancha y que cuando lo hizo, salieron como 200 lanchas más, a un costo de $60, luego caminan hasta cierto límite de la primera selva hasta llegar a un campamento, desde donde se parte hasta el Darién.
“No puedo generalizar pero en Panamá fue terrible, puros malandros, como dicen en Colombia, la prostitución, la venta de drogas… no son todos, hay panameños buena gente, buena fe, pero el 70 u 80% tratan al venezolano como si uno fuera un perro (...) En los albergues se trafican teléfonos, entran a cuchillo a pelear con uno, los policías jalando del pelo a los manes para que no sigan fumando droga, demasiado horrible todo… los baños llenos de excremento, las paredes, es terrible lo que uno vive pero por eso, llegar a Costa Rica y ver la educación y amabilidad de la gente, si no fuera por el sueño americano yo me quedaría aquí, pero tengo que seguir para enviar dinero a mi familia, que está muy necesitada” dice el veinteañero que vende popis en la Plaza de la Cultura y agradece con una reverencia a cada persona que le compre un chupete o bien, le done unas monedas y hasta uno que otro billete de mil colones.
Antes de tomar la ruta hacia Estados Unidos, este joven trotamundos ya intentó hacerse una vida no solo en Colombia, sino también en Ecuador y Perú.
Ahora se siente en un oasis, según dice, en Costa Rica. Apenas para recargar fuerzas e ímpetu, en busca del sueño americano.
Jesús Morón
“Semaforeros”
Con las esquinas de la capital tomadas por venezolanos en busca de ayuda para continuar su periplo, tal cual lo dicen en los carteles, varios de los viajantes han optado por buscar lugares con menos presencia de sus compatriotas.
Es el caso de Jesús Morón Añez, quien junto con su compatriota, Víctor Mendiola, se instalaron en San Rafael de Escazú, justo frente al centro comercial Escazú Village, donde Jesús, de 26 años, no deja de agradecer las ayudas de los ticos.
“Si la gente no puede o no quiere ayudarte, aún así lo hacen sentirse a uno como persona porque no te ignoran, te dicen que por ahora no (pueden ayudar) pero no te humillan, en cambio es increíble cómo quienes nos ayudan con dinero pero también … a mí me han traído ropa, zapatos, gente que pasa por aquí y nos ve y luego regresan con cositas que traen de sus casas… a mi compañero un día de estos lo invitaron a almorzar a un restaurante, que pidiera lo que quisiera, Costa Rica ha sido nuestro paraíso después de ver cosas espantosas, padres que perdieron la vida al ver que estaban violando a sus hijas, yo dejé a mi esposa y a mi hijo en Venezuela y voy a luchar por ellos, para poderlos sacar, pero les recomiendo que no se vengan (por el Darién) con niños ni adultos mayores porque pueden correr el riesgo de ahogarse, o la desesperación de pasar cinco o seis días sin comer … imagínese después de vivir eso llegar a Costa Rica, gente muy humilde, con principios, es un país libre donde todos se ayudan, aquí no hay diferencias”.
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