Un día como chofer Uber: demanda sin parar y pasajeros seducidos por “la seguridad”

Lo que dejaron trece viajes para otros.

04/09/15 | 09:28am

Son las 5:25 de las tarde y estoy en el corazón de la presa de Zapote, en San José. Tengo ganas de orinar desde hace una hora y cuarenta minutos. No he tenido tiempo. Cada vez que dejo a un cliente en su destino, el teléfono zumba alertándome que alguien más requiere del servicio. No he parado.

Y si algo me quedó claro de la capacitación de dos horas que llevé para convertirme en un chofer Uber es que no puedo ignorar ninguna petición de servicio. Dayana, mi última cliente de mi primer día como transportista privado , fue quien me internó en el caos capitalino del que ni Waze pudo rescatarme (rescatarnos).

Minutos antes de recoger a Dayana, dejé a Tamara, una universitaria veinteañera, en Multiplaza del Este. Pensé en aprovechar para bajarme, ir al baño y hasta tomarme un café, pero no me dio oportunidad siquiera de desconectarme de la aplicación antes de que otro pasajero me solicitara.

El temor

El día inició movido. Me conecté a las 8:15 a.m. y a los dos minutos tenía la primera solicitud. Erica, funcionaria de 40 años del Sinac, quería que la llevara al Minae. Al igual que yo, ella era primeriza.

    –¿No voy a tener problemas por usar Uber, vea que yo soy funcionaria pública?– me preguntó cuando le comenté que estaba haciendo este reportaje.

    –No. Ya las aguas se han calmado–le dije.

Mi respuesta no fue del todo honesta. Siempre, en cada viaje, cierto temor me acompañó: una emboscada de la Policía de Tránsito o las posibles represalias de detractores de Uber con interés de darle a esta crónica un color rojo.

Hice 13 viajes, recorrí 160 kilómetros, estimo que gané ¢30.000 (quitando el gasto de gasolina y la comisión de 20% de Uber) y obtuve un promedio de 4.75 estrellas -de un máximo de 5- de satisfacción de los clientes. Me duele la pantorrilla izquierda de tanto estar metiendo y sacando el clutch, pero no hubo multas ni colegas choferes que me vieran feo en la calle (menos que me identificaran como chofer Uber). Al final no había nada que temer.

Esquivar el temor es, precisamente, la razón por la que varios de los usuarios que se subieron a mi carro, en especial mujeres, optan por un Uber.

Por ejemplo, me tocó llevar a Sofía, una muchacha de 16 años que nunca había viajado sola con un extraño. “Me dan demasiado miedo los taxis”, confesó tan solo minutos después de que su tía la encomendara a Dios en la puerta de mi carro.

Tamara, la de Multiplaza, y Dayana, la de la presa de Zapote, también señalaron a la “seguridad” como la razón por la cual escogieron a Uber.

Usuarios y trabas

En mi aventura de día y medio tuve como pasajeros, además de a los ticos, a una coreana, una venezolana, dos mexicanas y un estadounidense. Todos ellos, que ya habían usado Uber en sus países de origen, procuraban evitar que les cobraran de más, como ya les ha sucedido en la Suiza centroamericana.

El más simpático fue Eduard, el estadounidense. El servicio que le proporcioné no fue cinco estrellas, el celular se me quedó sin batería, no llevaba cargador, me perdí llevándolo a su destino. Pese a todo, se mostró buena gente y comprensivo.

“Thats all right, its just you first day” (no hay problema, es su primer día), me dijo cuando me excusé por los contratiempos.

Pero, eso no fue el mayor percance que afronté, lo peor es cuando la aplicación se “cae”; me sucedió tres veces, justo cuando tenía que indicar el fin de un recorrido, lo que generó una "mala cara" de tres usuarios.

En segundo lugar de las cosas catastróficas que le pueden pasar a un conductor Uber está que, por alguna razón, internet no funcione, pues entonces queda a la intemperie en la jungla de carros, sin Waze ni GoogleMaps. Una odisea que no todo chofer amateur puede soportar.

¿Amigo o chofer?

Al principio de mi jornada Uber, sentí que había una relación horizontal entre el chofer y los pasajeros; unos, de verdad, me trataban como si fuera un conocido buena nota.

De hecho hasta me tocó llevar a un verdadero conocidoa, quien se sorprendió de “mi segundo trabajo”.

    –Mae, ¿pero cuando viste mi foto te diste cuenta que era yo?–le consulté a mi amigo.

    –Es que sale su primer nombre, eso me confundió; pero luego más bien pensé: ‘diay cada quien extrea como puede’.

Con el paso de los viajes esa ilusión de amistad con los usuarios se fue esfumando. Entendí que el pasajero más bien trataba de ser educado y cordial; al final de cuentas lo que quería era viajar hacia su destino sin hablar mucho.

Llegamos al destino final de Dayana, su casa. Pensé en pedirle el baño porque mi necesidad ya era emergencia, pero pero recordé que yo no era más que un desconocido que la trasladaba de un lugar a otro.

Justo cuando Dayana se bajó de mi carro, me desconecté de Uber.

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