José Figueres Ferrer, el hombre que escribió su nombre en la historia presidencial de Costa Rica hasta convertirse en caudillo, falleció en 1990, pero fiel a su legado, este domingo 25 de setiembre celebra 110 años de vida
25/09/16 | 17:59pm
No era un hombre religioso ni le daba pena llorar en público. Voraz lector, frugal con la comida, malo para el baile. No le gustaban las palabrotas, mucho menos en boca femenina. Severo al reprender, bueno para los malos negocios y amigo hasta el final de sus amigos.
Sentía predilección por las rosas y las manzanas. Dadivoso y, al mismo tiempo, sacerdote del ahorro. Ejercitaba su libre albedrío las 24 horas. Más espontáneo que impredecible. “No era imprudente, pero si sentía algo, lo decía”, asegura Flor Moya Álvarez, amiga cercana, secretaria ocasional y ‘protegida’ de José Figueres Ferrer quien, después de conocerla toda una vida, quiso convertirse en el padrino de su hijo Alejandro, allá por 1978.
Los recuerdos que Flor conserva se remontan a su infancia cuando, tras la Guerra del 48, su familia y ‘don Pepe’ consolidaron una amistad que duró para siempre. Cuenta que no solo fue arrastrada por la lealtad y cercanía que su mamá, Margarita Moya, le profesaba al caudillo, tras involucrarse en los acontecimientos revolucionarios en la zona de Limón, sino que lo quiso por su propia voluntad.
Las memorias de esta mujer, nacida en 1954, dibujan a un ‘don Pepe’ solidario, tenaz e inspirador, que no solo propició una ‘revolución política’ en el país, sino también una ‘cultural’, por su determinación a que Costa Rica tuviera su propia orquesta sinfónica, empeño que se inmortalizó en una de sus frases más famosas –‘Para qué tractores sin violines’– y culminó con uno de los proyectos artísticos locales más emblemáticos del S. XX.
Cada una de sus anécdotas revela ese que llaman ‘el lado humano’ de una persona y no solo el mitológico, que en el caso de don Pepe está más ligado a su astucia para encarar los grandes acontecimientos de la Historia y la Política, como cuando Daniel Ortega lo llamó por teléfono, en los inicios de la revolución sandinista (pasados los años 80), y el veterano político ‘le pegó una regañada’ por enemistarse con la Iglesia.
El retrato de Flor Moya dibuja el episodio íntimo, familiar, casi sin perspectiva, que también descubre la sensibilidad de un hombre capaz de mantenerse alerta ante los eventos aparentemente intrascendentes de la vida cotidiana, como la vez en que don Pepe ‘obligó’ a un buen amigo suyo, embajador de la Unión Soviética en el país, a que escuchara la paciente explicación de su jardinero sobre el arte de hacer injertos.
Moya también recuerda que, aún cuando era un ingeniero graduado de una prestigiosa universidad norteamericana, le satisfacía saber que su pasaporte consignaba que su oficio era ‘agricultor’.
“Era un lujo que él podía permitirse, por ser quien era”, acota Moya.
Otros episodios son ambas cosas al mismo tiempo: trascendencia y caducidad. Como su idilio juvenil con la artista Emilia Prieto; como su relación con Manuel Mora Valverde [dirigente comunista] que con los años terminó en amistad; como la ocasión en que, invitado a una boda siendo presidente, entró a una cantina para saludar a su ferviente detractora, la maestra feminista Corina Rodríguez.
Con su colección de recuerdos, Flor Moya podría escribir varios tomos, aunque aún no tiene prisa por hacerlo. De su relato se desprenden primeros planos de un hombre a quien la Historia ha preferido mantener en el pedestal de ‘libertador’, venerado incluso por integrantes de su propio bando.
Excelente negociador y diplomático, tampoco pudo evitar saltarse la cerca más de una vez. Una anécdota en particular, ocurrida mientras festejaban uno de sus cumpleaños, en algún momento de la administración de Luis Alberto Monge, describe la incorrección política del exmandatario.
Al calor del festejo, un periodista le preguntó cuál era el peor error del entonces presidente estadounidense Ronald Reagan. “Haber nacido”, fulminó don Pepe. De inmediato, sus palabras se convirtieron en asunto de Estado y provocaron un apuro diplomático que no fue saldado plenamente, al menos no por él, pues sus esperadas disculpas nunca llegaron.
En Costa Rica pocos se han atrevido a cuestionar la figura de José Figueres Ferrer (1906-1990), mucho menos con acento académico. Incluso en las filas universitarias, el caudillo nacional sigue ubicado hasta ahora en el bando de los ‘intocables’, más que en el de los ‘vencedores’, y el aura mitológica que protege su legado es incuestionable.
Cuando se propuso investigar, a partir de documentos, algunos hechos turbios de la Guerra del 48, la intención directa de la catedrática universitaria e investigadora del Centro de Investigaciones y Estudios Políticos de la UCR, Macarena Barahona, no era traerse abajo la figura de don Pepe. Sin embargo, su estudio Nuevos documentos de 1948. Los proscriptos, publicado el año pasado, arroja mucha y novedosa documentación histórica que ilumina a don Pepe desde un nuevo ángulo, mucho menos amable.
“Este libro es la voz de los vencidos”, sintetiza su autora. “Aborda todos estos acontecimientos de la guerra y los temas subyacentes posteriores a la guerra, como la represión, la cárcel y el exilio. Son destrozos de historias familiares de costarricenses que tenemos en el olvido, así como a algunas víctimas de la guerra que, aún 70 años después, siguen enterradas en tumbas anónimas”.
Los proscriptos incluye trabajos de José Albertazzi (como su libro La tragedia en Costa Rica, publicado en el exilio en México en 1952), textos del nicaragüense Rosendo Argüello, discursos de Manuel Mora, artículos de Carlos Luis Fallas y escritos de la guerra del dirigente sindical José Ibarra.
Una vez reunidos, estos fragmentos históricos ofrecen un gran fresco de impunidad criolla, donde la violencia de la guerra fue rematada con miedo y, finalmente, silencio.
Barahona afirma que la omisión de don Pepe en todas las secuelas de esa gran herida nacional que fue la guerra fue su mayor acto de complicidad.
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