Recuperado de un cáncer y de un coma inducido en el que estuvo por dos meses, Francisco Castillo González se prepara para abordar su próximo caso: revisar uno de sus libros, publicado en 1979.
19/05/16 | 17:54pm
Dice que antes trabajaba 12 horas al día, y que podía llevar 200 casos al mismo tiempo, sin contar con las investigaciones académicas, las clases magistrales, los artículos especializados y las obligaciones familiares. Hasta que un día su organismo lo obligó a detenerse. “No fue un surmenage… Se me trepó el azúcar… Ahí tuve que parar… Tener otro ritmo”, confiesa.
A sus 73 años, el abogado penalista Francisco Castillo González, uno de los más prestigiosos del país, aún dedica sus mañanas a cumplir con las diligencias propias de su oficio, y si no tiene ningún pendiente, se dedica a leer el resto del día, para poder escribir los libros que le faltan a su bibliografía, donde ya acumula unos 30 títulos. “Son mi mayor legado”, afirma.
Sin embargo, ya no vive al ritmo frenético de antes. Trabaja 10 horas diarias y no atiende más de 6 a 7 casos simultáneamente. “Muy poca carga”, se lamenta, aunque reconoce que “litigar es muy fácil cuando se tiene una buena formación teórica”. Ya no da clases en la Universidad de Costa Rica, de donde es profesor emérito, aunque nada logra alejarlo de sus propios estudios.
Este jueves recibe el premio Abogado Distinguido 2016, que concede el Colegio de Abogados de Costa Rica.
Por estos días, su tiempo va despacio, pues Castillo está convaleciente y en reposo. Tiempo atrás peleó contra un cáncer de hígado y se recuperó, pero recientemente llegó al hospital por un dolor de cabeza y terminó en coma inducido durante dos meses. La enfermedad puso a prueba una de sus mayores cualidades –pelear–, y nuevamente, él ganó. El penalista no salió ileso, pero sí invicto.
–En los últimos años, el país ha sufrido muchas reformas en materia penal, pero ¿qué cree que es lo que más urge revisar?
–Lo que es necesario revisar es el nombramiento de los magistrados. Vea usted que un magistrado es nombrado por un partido político. Es un nombramiento político que en definitiva lo deciden los partidos.
–Esto nos lleva a las relaciones, no siempre transparentes, entre el sistema de justicia y el poder político.
–En primer lugar, hay un problema que no tiene que ver nada con la política, y es la calidad de la justicia. Creo que la calidad de la justicia nuestra actualmente no es de lo mejor, que puede mejorarse, pero desde luego que cuando ya se junta con la política, eso ya es el acabose.
“En el periódico Universidad digo una cosa: que aquí hay algunos casos de corrupción, pero no la corrupción en el sentido de dinero, sino que aquí la corrupción se da por amiguismo y politiquería, que la gente no siente eso como corrupción, pero son actos de corrupción. El sistema viene así desde prácticamente que se implantó”.
–¿Qué situación concreta lo lleva a afirmar que el país vive una administración de justicia deficiente?
–En primer lugar, mucha de la gente muy inexperta, de la que se nombra como juez, como fiscal. Eso no sería nada malo si tuvieran el hábito de estudiar, porque en realidad uno, cuando llega a un puesto por primera vez, le falta mucho, pero si uno estudia, eso lo recupera rápidamente. Creo que sería conveniente una revisión a nuestro sistema judicial.
–¿Cuál es el antídoto de un abogado penalista para no entrar en este juego de alianza con el poder?
–No hay vacuna. Es el problema interno con la propia conciencia. Gran parte de eso es la formación que uno tiene. La educación y la formación de la casa, la escuela y el colegio; eso le da a uno una concepción de la vida donde puede caber un delincuente o puede caber una persona honrada.
–O sea, que ser abogado y tener un título no exime a nadie de actuar incorrectamente.
–No, al revés. Mañana [19 de mayo] se celebra el día de San Ivo. Este San Ivo fue un señor que fue declarado santo por la iglesia católica, porque siendo abogado, nunca pecó de ladrón.
–Está bueno ese chiste.
–¡No, no, es que eso es cierto!
–¿Qué le aporta a la sociedad un abogado penalista?
–En primer lugar, habría que partir de lo que decía Marx: Que el abogado se convirtió, después de la Revolución Francesa, en el sacerdote de la sociedad civil. Porque precisamente el sacerdote religioso había perdido importancia, pero el abogado sigue teniendo importancia para todos los actos de la vida diaria. Yo pienso que el abogado penalista tiene una función muy importante, y es que cuando uno asume una defensa tiene que tener en cuenta que no solamente está en juego la vida y la libertad de un hombre, sino también de una familia, por el fenómeno de traslación de la pena. Uno tiene que estar muy consciente de eso, y es tener en las manos de uno, el destino de una familia.
“Creo que no hay contradicción entre ser abogado penalista y defender a una persona que uno sabe que es culpable, porque la ley lo presume inocente, y desde que uno se mete a defender a una persona, tiene que saber que está sometido a secreto profesional, y que si más bien dice una cosa que uno puede haber averiguado en el ejercicio de la profesión, se va a la cárcel”.
–¿El abogado siempre conoce la verdad sobre su cliente?
–Tal vez la intuye.
–¿No se supone que el cliente se la dice?
–Puede decirle una mentira. Creo yo que desde el momento en que uno asume una defensa, y el cliente le confiesa lo que hizo, ya está bajo secreto profesional, y ahí el problema de uno es si sigue o le dice: Mire, mejor búsquese a otro para que lo defienda.
–¿Usted cree que todo el mundo merece una defensa?
–Desde luego. Es obligación del Estado probar los delitos y los crímenes. Yo puedo salir absuelto con solo callar, porque la ley me presume inocente. Mientras el abogado haga lo que le permita la ley, y no se vaya a hacer lo mismo que hizo su cliente, pienso que eso sería una defensa correcta.
–En su caso, ¿se impuso usted algún límite ético?
–Yo no defiendo ni a delincuentes sexuales ni defiendo narcotraficantes, y eso ya en el medio se sabe, así que ya ni lo buscan a uno. Es por motivos éticos, porque sencillamente la persona que vende drogas está induciendo a los jóvenes al consumo de drogas, y desde luego, normalmente, los delincuentes sexuales son sociópatas o, perdón, sicópatas.
–¿Y no merecerían también…?
–Bueno, que lo haga otro.
“El problema con la abogacía es lo siguiente: que un buen cliente trae un buen cliente, y un mal cliente, trae un mal cliente. De modo que si uno, desde joven, empieza a defender narcos o delincuentes sexuales, y si tiene éxito, ahí se le vienen un montón de clientes…”
–¿Los clientes terminan siendo amigos?
–Yo trato, en la medida de lo posible, no hacerme muy amigo de ellos, sino verlos profesionalmente. Siempre hay un vínculo. Yo he tenido amigos, por ejemplo, la gente del Banco Anglo, que yo sé que no cometieron los delitos que les imputaron. Y hay mucha gente que he defendido y son mis amigos, y otros que no son ni amigos ni enemigos: son gente.
–Alguna vez le sucedió que, después de defender a alguien, descubrió que la persona no merecía estar libre.
–No parece una anécdota donde hubiera consecuencias que lamentar.
–Bueno, pero, ¿qué pasa si yo acepto ese dinero en ese momento? Ahí empieza la cuestión.
–¿Qué defectos le ve a la democracia?
–¿Con este presidente?
–Con el que sea.
–La democracia es el mejor de los peores regímenes.
–¿Qué piensa de la sobrepoblación carcelaria?
–Siempre he creído que la pena de prisión tiene que ser la última razón; que normalmente hay otras penas que pueden aplicársele a gente que no sea peligrosa. Por ejemplo, la multa, incluso una pena de prisión suspendida. Para eso es necesario hacer exámenes de personalidad. Aquí no hay esos exámenes. Aquí los jueces simplemente fallan por la primera impresión, pero no hay estudios de un instituto de criminología que haga, para cada caso concreto, un examen de, digamos, cómo fue la infancia. Y desde luego, con relación a gente peligrosa, yo pienso que esa gente no se rehabilita, y por tanto a esos hay que meterlos a la prisión, siempre y cuando lo permita la pena.
–¿Cuál sería un error imperdonable para un penalista?
–Cooperar más allá de lo posible con los órganos de la represión, o bien, negociar la libertad de una persona a cambio de la libertad de otra.
–¿Quién o quienes fueron sus referentes durante su carrera?
–Mis profesores Hans-Heinrich Jescheck, del Instituto Max-Planck en Alemania, y Philippe Delmas Saint-Hilaire, de la Universidad de Burdeos. Sobre todo Jescheck.
–¿Qué le diría a quienes lo ven a usted como un referente?
–Que se apuren, que hay mucho que hacer. ¡Si yo lo que he hecho es apenas una partecita del Derecho Penal! Hay gente que ya lo está haciendo bastante bien.
–¿A quién le hubiera gustado conocer y defender?
–Mire, a mí me hubiera gustado, si hubiera sido acusado, defender a Juan Pablo II.
–¿Acusado de qué?
–Diay, no sé, de conservador.
–De eso no hay duda que fue acusado, solo que no es delito.
–¡Claro! Estoy bromeando. En realidad, el problema no es el personaje. Yo siempre he dicho que yo defiendo casos, no personas. Sencillamente hay casos más interesantes que otros, y normalmente no creo que una persona sea más interesante que otra.
–¿Cuál es una deuda suya aún pendiente?
–Me falta hacer tantas cosas, que ya la vida no me alcanza… La más urgente sería hacer una segunda edición del “El recurso de revisión en materia penal” [premio Brenes Córdoba, 1979].
Desde su silla, el abogado se voltea hacia el estante donde están sus libros y muestra satisfecho una larguísima hilera de volúmenes acomodados en carpetas de colores, algunos fotocopiados.
“Todo esto es sobre recurso de revisión”, dice, con algo parecido a la alegría o cercano a la ilusión. “Son libros traídos de Alemania, literatura dogmática”.
Noticias, reportajes videos,
investigación, infografías.
Periodismo independiente en Costa Rica.
(506)4032-7931
|
comunicados@ameliarueda.com
Privacidad