Muy pocos deportistas superlativos cruzan una frontera, se salen del molde rígido que como sociedades hemos asignado a los deportistas: su labor es entretener, no tener opiniones. Maradona sumó dos imperdonables incluso para quienes defendían su pulsión contestataria, la droga dura y el homoerotismo. Un pobre enriquecido es objeto de condescendencia y de sorna. Un pobre enriquecido drogadicto-y-puto merece la crucifixión.
Luis Chaves
30/11/20 | 11:28am
“Muéstrame un héroe y te escribiré una tragedia”. Parece ahora que Francis Scott Fitzgerald dejó esa frase para que la usáramos hoy. Es transparente el préstamo o el homenaje de Fitzgerald a aquello que los griegos entendieron muy bien, eso que se materializó hasta las últimas consecuencias en la vida de Diego Armando Maradona.
De su dimensión futbolística está todo dicho por expertos, colegas, público general, pero sobre todo por él mismo, que lo demostró cada vez que entró a la cancha, ese lugar donde fue –lo dijo muchas veces– verdaderamente feliz. Deportistas superlativos, de esos que convierten en arte lo que hacen, hay muchos; criaturas dotadas por encima de sus pares acerca de las cuales el escritor y periodista Santiago Segurola afirmó: “No es denigrante disfrutar y emocionarse con las hazañas humanas. No es despreciable atender a los valores de superación y solidaridad que se identifican con los deportistas.”
Algunos de estos superdotados, muy pocos, cruzan una frontera, se salen del molde rígido que como sociedades hemos asignado a los deportistas: su labor es entretener, no tener opiniones. La cita de Segurola se encuentra en un artículo sobre Muhammad Alí y no la traje aquí por casualidad. Alí y Maradona desafiaron ese mandato por su conciencia de clase y su conciencia racial y pagaron el precio. Ambos se negaron a la obediencia, a la mesura, a bajar la cabeza; eso que los llevó a recibir el tal vez único reconocimiento que nadie puede manipular ni fingir, el de “campeón del pueblo”.
A diferencia de Alí, Maradona sumó dos imperdonables, la droga dura y el homoerotismo. Un pobre enriquecido es objeto de condescendencia y de sorna. Un pobre enriquecido drogadicto-y-puto merece la crucifixión.
El documental de Asif Kapadi sobre sus años en Nápoles es, en mi opinión, el que mejor lo retrató. Lejos de la hagiografía pero lejos también del juicio sumario. En el pico de su fama fue al pueblo denostado por un país entero (por pobres, por oscuros de piel) y le dio alegría y revancha; no es casual que brillara en un equipo pequeño y no en el fútbol corporativo de clubes millonarios. Y fue también en ese periodo de su vida en el que se desataron sus excesos, la inevitable disociación de “Diego” y “Maradona”, la mafia, la negación de paternidad. Pareciera que Kapadi entendió que en ese periodo pivotal se concentraba el sino del héroe (en su extensión mitológica: un elegido de los dioses que transita desde las grandes virtudes hacia los abismos de la ira, el egoísmo, la crueldad, etc). Hay un momento central en el largometraje donde se le ve en el extremo de una mesa, contra la pared, rodeado de gente que celebra algo, la mirada fija no en un lugar sino en un sentimiento o en una revelación. Se diría que es la cara de la tristeza infinita, o de la resignación o del remordimiento. O quizás de algo que atraviesa y conecta esos tres estados (más que una emoción, esa mirada contiene estados, modos).
Todo lo anterior es un ejercicio de racionalización. Por lo menos la que está a mi alcance. Supongo que me sentí obligado a hacerlo para justificar lo que de verdad quería contar. La mañana del miércoles 25 de noviembre fui a dejarle unos tarros de pintura a Adolfo, el misceláneo que estaba pintando la casa de Zapote. Esta fue la casa de mi abuela, allí creció mi madre, crecí yo y, hasta hace poco, mis dos hijas. Un par de años atrás nos mudamos a otro cantón y alquilamos lo que fue el hogar de cuatro generaciones de mi familia. Recientemente se fue la inquilina y estamos preparándola para los que vienen. Entre otros arreglos tuvimos que prácticamente talar el árbol de cas que sembraron en el patio en 1947, un árbol noble y generoso (tres cosechas de fruta por año desde más o menos 1954). Debajo de ese árbol transcurrió mi infancia y, décadas después, una parte de la de mis hijas.
La cosa es que esa mañana, había entrado a la casa de Zapote, le había entregado ya los tarros de pintura a Adolfo, había salido al patio a fumar y cuando leí la noticia de la muerte de Maradona vi el árbol de mi infancia y de mis hijas ahí, prácticamente talado, como un esqueleto de la historia familiar, y vi las acuamarinas florecidas en el lugar donde enterramos a Kiwi hace cinco años y, para mi sorpresa, sentí primero el brote de unas lágrimas gruesas y, un par de segundos después, el acceso de llanto incontenible. Así fue: primero las lágrimas, después el llanto. Lloraba por el fin de algo, algo que probablemente había terminado hace mucho tiempo. También por la abuela Carmen y Mayra, mi madre, las dos bajo tierra, porque corté parte del tronco y casi todas las ramas del árbol que me heredaron, como a un hombre al que le cortaran las piernas o los brazos, y lloraba por no haberlas llorado –en su momento– como se debe, como estaba llorando esa mañana de miércoles 25 de noviembre de 2020, con lagrimones continuos y ahogo y mocos, y lloraba además por el columpio que tuvieron por años mis hijas en una rama fuerte del árbol y por la risa que iba y venía mientras se columpiaban cada vez más fuerte y el sol se colaba entre las hojas para iluminarlas, y por las noches que entraba al cuarto que compartían en esa casa y por un par de minutos las miraba dormir en el camarote, LaMenor abajo, LaMayor arriba, y eran pequeñas y sus edredones se movían apenas con la respiración y yo estaba ahí de pie en la oscuridad, esas noches que entraba tarde a su cuarto porque todo lo demás era derrumbe y confusión y tal vez ahí iba a encontrar respuesta o calma, y lloré porque hablé poco con Mayra, hablar de verdad me refiero, y otra vez por el árbol de cas que ahora sin ramas no dará sombra, que es lo que más la gusta a los árboles hacer, y me ahogaba y unas lágrimas bajaban por las mejillas, otras por adentro, por la garganta, y entonces Adolfo el pintor salió al patio con el rodillo en la mano, los brazos, la camisa, el pantalón y los zapatos salpicados de blanco mate para interiores y me preguntó qué pasaba y, mientras me limpiaba los mocos con un viaje entero del antebrazo por la nariz como un niño, le dije: “Murió Maradona”.
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