Hay un antes y un después en la vida de cualquiera que se venga a vivir a Paseo Colón, la alcurnia de la naciente capital de Costa Rica, hará más de un siglo atrás.
Siempre la describo como una pequeña Manhattan en la que se ve de todo: desde menesterosos hasta vecinos que nacieron y se criaron acá, hasta los centenares de extranjeros que caminan fascinados en medio de esta jungla urbana que parece moverse a un ritmo común.
Recien llegada, en vivienda y en trabajo en agosto pasado, desde entonces a diario y a cada hora me encuentro con personajes de todo tipo uno de los que llamó mi atención fue un señor sesentón, quien cruza las aceras de Paseo Colón varias veces al día, asido a su carrito repleto de pipas (cocos), su machete y algunas indumentarias personales, como su habitual sombrero o la pañoleta de tela con la que cubre su cabeza del –a menudo– inclemente sol.
Él es parte del paisaje cotidiano de Paseo Colón pero no solo por ser el único vendedor de pipas en esta zona, sino porque a menudo palía su soledad con conversaciones en las que se enfrasca con personajes imaginarios.
Antes de abordarlo para auscultar una vida tan particular, me documento con guardas y conocidos en las cercanías de las Torres Paseo Colón (llamadas Torres Gemelas) y todos coinciden en que don Humberto es un señor respetuoso, inteligente, no de mucho hablar, trabajador y, coinciden todos, no puede faltar en su indumentaria cotidiana un calzado sencillo pero impolutamente brillante.
–Es un señor que a uno le genera intriga. Es un habitante de la calle, y puede ser que le bajen los chorros de sudor en estos días tan calurosos pero él no para, sigue luchándola con su carrito y, si llueve, no sabemos cómo hace pero apenas puede se cambia su ropa pero, sobre todo, limpia sus zapatos. Y es muy inteligente, uno lo ve hablando solo pero nosotros creemos que sus conversaciones imaginarias a veces son un recurso que él usa para comunicarse… todos tenemos nuestras chocheras, él con las suyas no le hace mal a nadie”, analiza uno de los guardas de las Torres quien, a todas luces, le ha tomado cariño y respeto a don Humberto y cada vez que puede, le compra una refrescante agua de pipa o “de coco”, como le piden la mayoría de turistas.
Don Humberto nació en Limón y pasó parte de su infancia en el barrio Roosevelt, al cuidado de su abuela materna. Estando él y su hermano muy pequeños, su mamá se fue a Estados Unidos a buscarse el sustento familiar, se radicó en Nueva York y a los nueve años la señora logró llevarse a Humberto, quien pasó unos años allá pero ya en la adolescencia, regresó a Limón.
No cuenta mucho detalle, más bien recorre su vida en un tris, cuenta que su mamá y su papá ya murieron, que él se casó y tuvo un hijo y una hija pero que perdió contacto con ellos hace décadas y, a estas alturas, no sabe si tiene nietos.
En conversaciones previas, antes de realizar esta entrevista, había citado datos concretos que el miércoles 7 de junio, de pie junto al carrito de las pipas y antes de que el sol empezara a arreciar, narró exactamente como lo había hecho antes.
Le pregunto qué edad tiene, me dice que 62 y cavila por un momento:
–¿Qué fecha estamos hoy?
– 7 de junio
Cavila unos segundos, cuenta con sus dedos y exclama: “Hoy tengo 62, pero en cuatro días voy a tener 63.
Don Humberto escatima las palabras –siempre y cuando no esté en una de sus vehementes pláticas con sus contertulios imaginarios – sostiene la mirada vidriosa y fija para su interlocutor y recorre su vida en cuestión de minutos.
Cuenta que tiene exactamente 26 años de vivir en San José y 16 de no poner un pie en Limón.
No tiene razones. Dice que no va “porque no va”, que tiene que trabajar todos los días porque está ahorrando para renovar el pasaporte porque le gustaría mucho irse a trabajar a México, un país en el que laboró informalmente hace muchos años y al que le gustaría volver.
Antes vivía unas dos cuadras al norte de las Torres de Paseo Colón, mejor dicho, dormía en la acera resguardado por el techo de un pequeño edificio sin inquilinos, pero hace unos meses lo vendieron y ahora pernocta frente a la calle principal de Paseo Colón, en la acera de un hotel en el que lo dejan dormir desde tarde en la noche hasta las 3 de la madrugada, cuando tiene que levantarse e irse a buscar vida mientras termina de amanecer.
“Ya a esa hora empieza a haber movimiento en el lugar y los guardas me dicen que es muy feo que lo vean a uno durmiendo ahí, entonces yo cojo camino para el (mercado) Mayoreo y ya rápido amanece y empiezo como todos los días, a vender agua de pipa”.
En eso pasa 12, 14 o más horas.
Se le puede ver incluso tipo 8 o 9 de la noche, ya con la venta prácticamente en cero, pero entretenido conversando con vehemencia con sus contertulios imaginarios. Imaginarios para uno, pero ¿quién dice que don Humberto no convive con personajes reales en su mente?
Durante la conversación, nota que yo coloco una Coca-Cola pequeñita en su carretón de pipas, se pone muy serio y me dice: – “Cuidado se le hace un reguero en el carrito, yo lo ando siempre muy limpio y si se le riega eso me ensucia las pipas”--, dice con firmeza pero sin grosería.
Y agrega: “Peor si fuera cerveza o licor”...
Le ofrezco una bebida y me pide una energética y “algo salado”, me contesta cuando le ofrezco comprarle una merienda.
Regreso con el encargo y lo percibo un poco incómodo. Dice que ya tiene que ir a vender las pipas, antes de que llueva, y que “ya hablamos mucho”.
Igual demoramos otro rato, dice que antes vendía empanadas pero lo de las pipas es más reciente, le toco el tema de su forma de vestir, humilde pero pulcro.
–A mí me regalan ropa a veces y yo la cuido mucho. Me gusta vestirme bien, especialmente los zapatos, no me gusta que se me ensucien–.
La última pregunta la tuve desde el día que lo conocí, pues tiene una dentadura completa con fundas doradas, supongo que son de oro. Le llamo la atención sobre esa particularidad y me cuenta: “Es que hay que cuidar los dientes porque si no después vienen los problemas de alimentación. Ahorita me pongo estos dos (los laterales, junto a los frontales), estoy ahorrando porque me los ponen en una clínica ahí en Barrio Carit, estoy ajustando, ya con estos dos termino de ponerme los que me faltan, me cuestan 112 mil colones, ahorita me los pongo”, dice con un dejo de ilusión.
De nuevo, me increpa, con respeto pero con firmeza: –Vea, de verdad ya yo me tengo que ir, ya hablamos mucho, tengo que ir a vender antes de que se venga la lluvia.
Por supuesto que lo entiendo, le agradezco y le pido que me responda las dos últimas preguntas.
–Don Humberto ¿usted cree en Dios?
– Más o menos.
–¿Y tiene novia, esposa, pareja?
–No, no tengo. Pero quiero buscarme una esposa. Me gustaría casarme. Y ya ahora sí, ¡Ya me voy!
Arranca con su vagoncito repleto de pipas y cocos, con el machete bien afilado para cuando los clientes le pidan la refrescante bebida, él hace un corte perfecto, en un solo intento, le pone la pajilla y listo para servir.
Cada pipa o coco cuesta 500 colones.
Y así se va remendando la vida en las calles, de domingo a domingo, pero siempre con sus pequeñas grandes ilusiones: irse a México, terminar su tratamiento dental y casarse con una novia que aún no conoce.
¡Ah! Al final le imploro que me cuente con quién o quiénes conversa tanto, gente imaginaria con la que se enfrasca en encendidas y entusiastas tertulias y me atrevo a ir más allá '¿es gente que conoció o gente que ya murió? No duda ni un segundo su respuesta, me dice: “Aahhh, con mucha gente. Hablo con mucha gente de Costa Rica, ¡son amigos míos!”
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