Miércoles 2 de febrero de 1972, sueños y expectativa en aquella luminosa noche de verano en el Estadio Nacional. Apretujados en las graderías del viejo coliseo, miles de ojos partían desde ángulos diferentes para confluir en los túneles de salida de los equipos, uno a cada lado de la rampa central, donde los reporteros de prensa escrita y radiofónica describían el inmejorable ambiente futbolístico y tejían conjeturas en torno a los súbditos que acompañarían a O Rei (Edson Arantes Do Nascimento) en la formación estelar del Santos de Brasil contra el Deportivo Saprissa. Eran los minutos previos al anuncio oficial por los altavoces con la bien timbrada voz de Luis Cartín Paniagua.
El esperado espectáculo sería otro de los fantásticos duelos que la afición solía disfrutar en las temporadas de verano con la visita de grandes equipos de América y de Europa, en las añoradas series internacionales. Recordemos que solo a través de la prensa escrita y las ondas de la radiodifusión aquí conocíamos algo de los grandes del fútbol mundial, toda vez que la televisión estaba en pañales y apenas se insinuaban las transmisiones en vivo desde los estadios del planeta.
Pese a mi mocedad, yo tenía plena conciencia del país que habitábamos, un paraíso en América Central. Aquí florecía la democracia y los proyectos de la Segunda República edificaban una sociedad de labriegos sencillos con justicia social, bajo la guía de José Figueres Ferrer, en la tercera administración del general victorioso que desarmó a su ejército y tatuó en el alma nacional el legítimo orgullo de contar con más maestros que soldados.
Casi siempre iba solo al estadio, después de ajustar, no sin sacrificio, el costo del boleto, dada mi condición de adolescente recién graduado de la secundaria. Lo cierto fue que esa noche ingresé al tendido de Sol prácticamente en vilo, arrastrado por la corriente de los cientos de fiebres que descendíamos por oleadas de los atiborrados autobuses de la ruta Sabana-Estadio.
Con la guía de Marvin Rodríguez, un Deportivo Saprissa renovado se aprestaba a enrumbar la travesía exitosa de seis títulos consecutivos, entre 1972 y 1977. Cuando los equipos ingresaron a la gramilla, Saprissa con su clásico uniforme morado y blanco, Santos con su histórico blanco total, nuestros ídolos se turnaban para posar con el mítico personaje, quien accedía gustoso a las fotografías junto al Príncipe Hernández, Edgar Marín, Carlos Solano y Odir Jacques, entre otros grandes valores de la entidad saprissista.
Sentimental incorregible, como he sido siempre, recuerdo vívidamente el brillo paralelo de mis lágrimas en las mejillas a causa de la emoción que me provocaba estar ahí presente en La Sabana, bajo la misma porción de cielo del mejor futbolista del mundo. Mi imaginación volaba entonces a la época del mozalbete que había prometido a su padre, inconsolable tras el Maracanazo de 1950, que sería campeón del mundo en su honor, que algún día regresaría a Minas Gerais con la Jules Rimet en sus manos y sería su homenaje a millones de habitantes, quienes lo mismo que Dondinho, su progenitor, profesaban la religión del fútbol en las ciudades, en las favelas, en las playas, en las praderas y en las selvas del vasto territorio suramericano, promesa que Pelé cumplió con creces en Suecia 58, Chile 62 y México 70.
Pelé, en fecha y lugar no determinados, siendo ya un referente absoluto del fútbol mundial.
Del partido, mi memoria cinematográfica conserva muchas de las jugadas en esa noche de 90 minutos, con la magia de Pelé, la habilidad de Edú, la clase de Orlando, la prestancia del guardameta Agustín Cejas, sin olvidar la gran faena saprissista a través de la seguridad de Heriberto Rojas en la defensa, la clase y jerarquía del Príncipe Hernández, la habilidad de Edgar Marín, el arrojo de Carlos Solano, el instinto goleador de Odir y, principalmente, el extraordinario despliegue de Asdrúbal 'Yuba' Paniagua, quien eclipsó en cierta medida a los mismísimos astros santistas, a tal grado que los dirigentes del Santos intentaron llevarse al mediocampista el resto de la gira latinoamericana, lo que no se concretó por razones que no viene al caso comentar.
Volvamos al encuentro. El delirio nos cautivó al promediar el primer tiempo. Edgar Marín persiguió un balón que provenía de altura, anticipó la salida de Cejas, globeó la pelota y esta se alojó en el fondo de los cordeles. Con nobleza, mientras enloquecíamos de felicidad, el guardameta argentino se volvió y aplaudió la gran jugada de nuestro delantero. En el segundo tiempo, el brasileño Jader consiguió el empate parcial 1 a 1, a la postre definitivo y justo.
Juan Soto París, árbitro central, lanzó el último pitazo. Aplauso general y emoción sin límites. Poco a poco, miles de almas luminosas abandonábamos las graderías y comentábamos a viva voz la fantástica experiencia, mientras caminábamos lentamente a través de La Sabana hasta la estatua de León Cortés. Con su brazo derecho en alto, el legendario caudillo de bronce parecía celebrar con nosotros la valerosa gesta morada frente a la corte de O Rei, el mejor futbolista de todos los tiempos.
Fotos: AFP y Deportivo Saprissa.
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